Toda la vida que no viví
Una vez estuve muy próximo al amor, de tocarlo, de poder acariciarlo y abrazarlo sin descanso.
-¿Me llamarás?
-Te llamaré – le contesta,
con una sonrisa floja, desmayada, mientras termina de calzarse el abrigo que
pasa a descansar en unos hombros caídos y trata de asir el bolso con la
determinación que ya no tiene.
Greta camina los trece
pasos que separan de la puerta en un recorrido en el que cada paso resuena en
el pasillo como campanas tocando a muerto a esa hora de la madrugada. Mientras,
él se dice que no, que nunca recibirá una llamada suya, lanzando un suspiro sin
sonido, un golpe de aire sexo que sale por sus fosas nasales con la misma
fuerza contenida que los gemidos intercambiados, hace apenas unos minutos, en
este mismo lecho, por dos amantes desconocidos.
Tras revolverse el pelo,
se ha levantado a buscar entre los bolsillos del pantalón que descansa en suelo
un cigarrillo como quien busca consuelo, sin pararse a pensarlo, entregado a
una derrota que se sabe inevitable. Da una primera calada larga, profunda,
contiene el humo para arrojarlo con fuerza hacia su rostro, tratando de
exorcizarse. En la segunda calada ya está junto a la ventana, apoyada la frente
en el cristal y disfrutando del escalofrío que sacudido su cuerpo como quien ha
encontrado alivio para la fiebre.
Abajo, frente al
portal, espera un taxi escupiendo humo espeso como de los altos hornos. En esta
madrugada tan fría, a una hora en la que la ciudad está tan quieta y
silenciosa, parece que todo lo que suceda
tuviese que durar para siempre se ha sorprendido pensando entre calada y
calada, justo cuando ella ha aparecido a su vista.
Él, la observa caminar
abrazada a su pecho, resguardándose de las bajas temperaturas de esta época del
año, tratando de no perder la compostura aún sabiendo que, hace unos minutos,
desnudó ante un desconocido todo su cuerpo y una parte de su alma. Cuando ha
reposado su mano en la puerta gélida como el mármol del taxi, Greta no ha
podido evitar alzar la vista a esa mole de ladrillo, de este barrio dormitorio,
en la que cada ventana semeja un nicho, idénticos unos a otros, donde se van sepultando
miles de vidas anónimas.
El leve fulgor de la brasa
ardiendo de un cigarro le ha revelado su presencia. Sus ojos se han buscado,
ojos inocentes que aún no han escuchado los cientos de mensajes de agravio y
autoexculpación que les obliguen a repelerse. Han intercambiado una mirada de
puntos suspensivos. Una brizna de tiempo en la que se han entregado todas las
palabras que podrían haberse dicho a lo largo de una vida como quien esculpe su
epitafio.
El rugir del motor ha
puesto fin a este milagro de la física y la gramática. Nada más subir al taxi
Greta, apresurada, ha sacado su teléfono del bolso, desbloqueado la pantalla y
rápidamente ha consultado la lista de llamadas perdidas. En la pantalla aparece
referenciada una de un número desconocido, recibida hace apenas unos minutos. Mientras
mira al conductor por el espejo retrovisor y le indica la dirección a la que encaminarse,
ha bloqueado el número para, inmediatamente después, eliminar su rastro.
Cuando el taxi ha
doblado la esquina los rescoldos de la brasa de una colilla se han quebrado
sobre el asfalto. En las ventanas de este cementerio de protección oficial, ya no
se asoma nadie.
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